Si alguna vez, ya en mis últimos años, un hijo o un nieto me preguntara sobre que se siente el jurar a la bandera, la verdad, es que me costaría mucho explicárselo con una sola frase y menos con una sola palabra. Son demasiadas las emociones que podrían manifestarse en ese momento como para poder describirlo sucintamente, pero si podría narrarle un recuerdo, uno de los que mantengo más vivos en mi memoria:
Eran las 09:15 de la mañana, se nos avisa que nuestro brigadier mayor quiere hablar con la compañía. Se abren las puertas que separa la cuadra masculina y la femenina y todos juntos escuchamos con atención las palabras del más antiguo. Dice que está orgulloso de ser brigadier mayor de nosotros, nos habla de su experiencia y de lo que siente ahora al vernos a nosotros listos para jurar. Se nos llenan los ojos de lágrimas que corren por nuestras mejillas como si fuera la primera vez que lloramos en nuestras vidas. Sus palabras nos dejan saber que somos verdaderos soldados, al querer jurar ante tan hermosa y afamada bandera.
Son las 09:30 de la mañana. Las secciones se reúnen en el patio de la Orden, nuestro comandante de sección nos pasa a todos sus cadetes una carta que, aunque todos deberíamos haber leído antes de salir, no lo hacemos y la guardamos para descubrir por nosotros mismos primero, lo que viene por delante y luego poder comparar sus experiencias con las nuestras. Nos sacamos fotos y más fotos, se hacen los últimos arreglos y todo comienza a prepararse. La compañía sale al patio Alpatacal.
Se forma el dispositivo para la formación, las mujeres a la cabeza, los hombres al final y comienza la ceremonia. Pasa la bandera y la seguimos con la mirada franca, se devuelve y la miramos con más emoción. Nos saluda nuestro director, nos da palabras de aliento y vemos con orgullo de soldados chilenos nuestra estrella blanca, solitaria e imponente.
Nuestro comandante del batallón, con su expresión serena y voz dura, pero con un corazón enorme, nos da las voces de mando al destacamento de honor:
-Al hombro….¡AR!
-A la de…¡RE!. Ahora si es el comienzo de todo.
La banda comienza a tocar, se nos ponen los pelos de punta, estamos nerviosos, tiritamos no de frío, aunque es inmenso, sino de nerviosismo y emoción, juraremos a la bandera dar nuestra vida por ella.
Doblamos hacia el túnel, la gente nos mira, sus sonrisas nos llenan de expectativas y sus llamados nos hacen mover los ojos hacia ellos, pero no así nuestras caras, que van con vista franca al frente. Saludamos enérgicos a mi General para hacerle saber que estábamos dispuestos a jurar. Comienza a tocar la banda el Himno Nacional y se comienza a izar la bandera, nuestros corazones laten rápido, como si hubiéramos corrido miles de kilómetros, las lágrimas comienzas a brotar en nuestros camaradas de armas.
Mi coronel nos habla, nos cuenta la historia de esos maravillosos hombres que murieron este mismo día, pero muchos años atrás y que, dando todo por su patria, murieron a manos del entonces enemigo.
Viene el juramento.
Se escucha el himno “Adiós al Séptimo de Línea”. Aparece delante de nosotros el portaestandarte con un paso regular sorprendente y se escucha la palabra que lo marcaría todo:
-JU…¡RAR! Nuestras manos derechas se llevan al frente, el ayudante grita:
-¡YO!- y todos, al unísono, decimos nuestro nombre y comenzamos a decir las palabras que nunca iremos a olvidar. Sentimos por dentro como cada palabra, cada letra se marca en nuestra piel y vemos resplandecer esa bandera que nos llama a servirle. Sus letras doradas nos hacen mirarla aún más y sus bellos colores nos explican el por qué hacemos esto y nos demuestra que nunca nos arrepentiremos de haberlo hecho, porque somos soldados del Ejército de Chile.
Miramos la bandera, miramos a nuestros familiares, miramos a nuestros mandos y volvemos a mirar a la bandera. Cada una de las palabras que decimos, nos hace caer una lágrima de nuestros ojos, orgullosos por ser soldados chilenos.
Se escuchan los llantos emocionados, de nuestros camaradas, se escuchan los corazones que laten fuertes.
Se procede a la segunda parte del discurso de mi coronel y luego las descargas, en las cuales, muchos de nosotros no pudimos evitar sobresaltarnos la primera vez. La bendición del capellán fue otro de los grandes momentos, en que cada uno de nosotros miraba a la familia, luego miraba al pabellón nacional y confirmaba totalmente el porqué estaba ahí.
Comienza el desfile, al girar nuestras caras para alinear, se ven a los demás que están contigo ahí al lado y ves en sus ojos las lágrimas brotar. Pero no con una cara de tristeza, sino de alegría por haber jurado tan maravillosamente a nuestra patria.
Sale la banda otra vez, comienza un paso regular perfecto, el tambor mayor se luce con orgullo de soldado de Ejército y los cadetes comenzamos a desfilar frente a las autoridades:
¡UNO! – se escucha entre la fila y al “tres”, todos dejamos de bracear, se topan los dedos de unos con los de otros, y se puede sentir la emoción correr por las venas.
Con un giro a la derecha, entramos otra vez al túnel y comenzamos, otra vez, a pasar entre la gente que nos mira con alegría y orgullo.
Acabábamos de jurar a la bandera, a nunca decepcionarla, nunca dejarla sola, a siempre tenerla al lado y amarla por siempre. Porque somos sus hijos, porque somos soldados y, por sobre todo, porque somos chilenos.
(Relato publicado en la revista “Tiburón” de la Escuela Militar el año 2006 por la entonces cadete Margarita Japelj)
Esposa y mamá de dos gatos. Militar. Oriunda de Osorno. Estudiante de Psicología. Feliz de trabajar actualmente en recursos humanos.