13 de Octubre de 2025

¿Cómo superar la inmediatez, alcanzar la felicidad y comprender el papel de la virtud? con Aristóteles como instructor.

 

En el vertiginoso estilo de vida actual, sobresaturado de información, hiperconectado y competitivo, la búsqueda de la felicidad puede convertirse en un verdadero reto. Con frecuencia nos encontramos confundidos, tanto al intentar comprenderla como al preguntarnos cómo alcanzarla.

A veces se nos presenta esquiva, en otras ocasiones llega sin aviso, lo que aumenta la incertidumbre. Nos cuestionamos si la felicidad es un objetivo o un bien, si basta con aceptarla en lo que tenemos o si requiere trabajo y esfuerzo para ser alcanzada.

¿Se encuentra en lo material o en lo inmaterial? ¿Es resultado o proceso? ¿Es distinta de la alegría? ¿Se opone a la tristeza? Con estas dudas ha convivido siempre el ser humano. Los antiguos filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles también se enfrentaron a ellas, y pensadores contemporáneos como Ayllón y Yepes las retoman para ofrecernos claves actuales que nos ayuden a comprender la felicidad.

Reflexionar sobre conceptos como eudaimonía, ataraxia, virtud, la vida como tarea y el sentido de la vida. Son herramientas que iluminan este camino y permiten obtener orientación y consuelo, especialmente en tiempos de crisis existencial que, de una u otra forma, todos atravesamos.

Desde Aristóteles, la felicidad se concibe como el fin último de la vida humana, alcanzable mediante la virtud y la excelencia moral. Platón la eleva a bien supremo, lograble con justicia y armonía interior, que consiste en equilibrar la parte racional, la parte impulsiva y la parte deseante del alma. Aristóteles lo resume de manera precisa: la felicidad es el bien supremo que se busca por sí mismo. Bajo esta mirada, la búsqueda de la felicidad no es un estado pasajero ni puede depender de placeres momentáneos, sino de un esfuerzo constante de desarrollo personal. Aquí se abre paso la noción de eudaimonía.

Aristóteles explica que la eudaimonía, entendida como plenitud o florecimiento humano, es el fin último de la existencia. No se trata de acumular placeres efímeros, sino de vivir conforme a valores, virtudes y un comportamiento ético basado en justicia, valentía y templanza. Esta plenitud se cultiva a través de hábitos de excelencia moral, pero también gracias a las virtudes intelectuales o dianoéticas: la sabiduría, la ciencia y la prudencia, adquiridas mediante la educación. La verdadera felicidad, entonces, exige ejercitar nuestras capacidades morales e intelectuales, comprender racionalmente en qué consiste la eudaimonía y, sobre todo, elegir vivir de acuerdo con ella. Renunciar a la gratificación inmediata y optar por hábitos virtuosos es un acto de libertad que ofrece plenitud. En una sociedad marcada por la inmediatez, este ideal se convierte en un antídoto frente al vacío existencial que deja la búsqueda constate de placer fugaz y sin propósito, como ese que genera un “like” en la red social favorita.

Epicuro y los estoicos, por su parte, proponen otro enfoque: la ataraxia. Para Epicuro, la felicidad radica en la tranquilidad del ánimo y la ausencia de dolor. El placer más duradero no es físico, sino mental, pues está menos expuesto a perturbaciones. Así, la paz interior y la armonía con la naturaleza se vuelven suficientes para la felicidad. Sin embargo, Yepes advierte que esta concepción puede derivar en un pesimismo radical, donde aceptar el destino tal como se presenta se confunde con renunciar a todo deseo. Es verdad que esta fortaleza ayuda en la pérdida, el duelo o la crisis, pero la visión aristotélica parece más equilibrada, al reconocer que también se necesitan bienes externos —como la amistad o los recursos materiales —cuya disponibilidad no depende enteramente de nosotros, sino en parte del azar.

Vista como un fin último, la felicidad también puede ser vista como una tarea. Yepes propone ver la vida como la tarea de alcanzar la felicidad, como un proyecto que exige esfuerzo, libertad y compromiso. La adquisición de virtudes es un trabajo deliberado, planificado y perseverante, algo nuevo y desafiante que no se domina de antemano, y que requiere la práctica de los buenos hábitos. La vida como tarea implica ilusión, riesgos, ayuda inicial y repercusiones en otros, pero que se premia con la obtención de la plenitud. Aquí se revela su dimensión ética y comunitaria. Un ejemplo puede hallarse en quienes se comprometen con causas sociales, como acompañar a niños hospitalizados. Ese esfuerzo no solo proporciona satisfacción a quienes reciben la ayuda, sino también a quien la brinda, permitiéndoles experimentar la plenitud por haber ejercitado la virtud.

Preguntarse por la vida como tarea conduce directamente a reflexionar sobre el sentido de la vida. Según Yepes, la vida tiene sentido cuando tenemos una tarea que cumplir en ella, lo que permite configurar un proyecto existencial. Sin sentido es fácil caer en la desorientación y el vacío. Aunque no es equivalente a la felicidad, el sentido es condición necesaria para alcanzarla. Ayllón añade que, si bien felicidad y sentido están por encima del bienestar, este último sigue siendo indispensable porque satisface las necesidades básicas que habilitan la búsqueda de plenitud. El esfuerzo en los estudios para obtener un título profesional es un ejemplo claro: mejora los ingresos, pero sobre todo otorga satisfacción y realización personal.

Sócrates, Platón y Aristóteles coincidieron en que la virtud es inseparable de la felicidad. Sócrates la vincula al autoconocimiento, piedra angular de la inteligencia emocional. Platón, en coherencia, plantea que la armonía del alma y la justicia son esenciales para alcanzar la eudaimonía. Aristóteles refuerza la importancia de la educación como guía de los sentimientos, ya que sin ellos la razón se ve debilitada frente a los impulsos. De este modo, la formación del carácter y la orientación del deseo hacia el bien resultan indispensables, pues la ignorancia, como él mismo subrayaba, es la raíz de todos los males.

De esta manera, la filosofía antigua y las interpretaciones de Yepes y Ayllón nos enseñan que la felicidad no es un simple estado emocional, sino una condición de plenitud que requiere virtud, autoconocimiento, serenidad y compromiso. Entenderla como tarea, fin último y búsqueda constante da sentido a la vida y se transforma en una herramienta para enfrentar el sufrimiento y la incertidumbre. También ofrece propósito y dirección frente a obstáculos, tentaciones y distracciones. En momentos de crisis existencial, estos conceptos se convierten en recursos prácticos que ayudan a evaluar en qué punto estamos en relación con la felicidad, qué hábitos es preciso abandonar y cuáles incorporar. Virtudes como la templanza y la prudencia permiten despejar el panorama cuando parece nublado.

Este análisis nos muestra que la felicidad no es un espejismo, sino un camino concreto que exige proyecto, esfuerzo y coherencia. Al mismo tiempo nos conecta con la comunidad y con nuestra naturaleza profundamente gregaria, recordándonos que la plenitud personal está siempre ligada a la ayuda y encuentro con los otros.

2 comentarios en “¿Cómo superar la inmediatez, alcanzar la felicidad y comprender el papel de la virtud? con Aristóteles como instructor.

  1. Estructure un ensayo con estructura universitaria, un aparato conceptual sólido y un tono académico segun diálogos de Aristóteles a Nicomaco, de Séneca advirtiendo a Lucilio y de otros autores contemporáneos el tema de formas de superar la inmediatez, alcanzar la felicidad y comprender el papel de la virtud.

    La época contemporánea se distingue por la aceleración del tiempo y la reducción de la experiencia humana al instante. La lógica de la inmediatez, impulsada por la tecnología, el consumo y la búsqueda de gratificación instantánea, ha erosionado la capacidad de reflexión y de espera, sustituyendo la profundidad por velocidad y el juicio por reacción.

    Este ensayo examino el desafío ético y filosófico de superar la inmediatez como condición para alcanzar una felicidad duradera y comprender el papel estructurante de la virtud. A través de un diálogo con Aristóteles, Séneca y pensadores contemporáneos, se argumenta que solo la “formación del carácter” —como virtud, para un militar es relevante— permite al ser humano “reconquistar su tiempo interior ” y vivir conforme a su fin racional.

    I. La inmediatez como signo de nuestra época
    Esta, no es simplemente rapidez, sino una forma de existencia que elimina la distancia entre deseo y satisfacción. En la cultura actual, dominada por la conectividad permanente, el individuo se encuentra atrapado en un presente absoluto que impide la memoria y clausura la proyección hacia el futuro.
    Una especie de “dictadura del instante” transforma el tiempo en un flujo continuo de estímulos, donde la atención se fragmenta y la voluntad se debilita. Como señaló Byung-Chul Han, el sujeto contemporáneo “se agota en el rendimiento” (La sociedad del cansancio, 2012): vive en un presente sin reposo, incapaz de demorarse en la contemplación o de sostener un propósito duradero.
    Superar la inmediatez implica restaurar la mediación del tiempo, redescubrir el valor de la espera y de la disciplina interior. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, consideraba la templanza (sophrosyne) como virtud reguladora del deseo: aquella que permite postergar la gratificación y elegir conforme a la razón. Sin ese intervalo reflexivo, la libertad degenera en impulso y la acción pierde sentido.

    II. La felicidad: del placer instantáneo a la plenitud duradera.
    La tradición clásica concibió la felicidad (eudaimonía) como la culminación de la vida buena, es decir, como el florecimiento del alma conforme a la virtud. En contraste, la modernidad ha tendido a confundirla con bienestar o placer subjetivo.
    Sin embargo, el placer es efímero y dependiente de circunstancias externas; la felicidad, en cambio, es estable porque se funda en el ejercicio constante del bien.
    Aristóteles afirma que la felicidad es “una actividad del alma de acuerdo con la virtud” (Ética a Nicómaco, I, 7). Por tanto, no se trata de un estado pasivo, sino de un proceso de realización racional. La inmediatez, al privilegiar el estímulo y el consumo, obstaculiza ese proceso, pues encierra al ser humano en la superficie de la experiencia.
    Séneca advirtió en sus Cartas a Lucilio que “nada grande se crea de repente”. La felicidad requiere tiempo, hábito y coherencia; es fruto de una vida ordenada por la prudencia y no por la urgencia. En este sentido, la superación de la inmediatez es condición necesaria para la vida feliz, porque solo quien sabe esperar puede construir sentido.

    III. La virtud como pedagogía del tiempo interior.
    La virtud constituye el antídoto más profundo contra la inmediatez. Es la disciplina del alma que transforma el impulso en elección racional. Aristóteles la define como “un hábito electivo conforme a la razón recta” (Ética a Nicómaco, II, 6).
    La virtud no reprime las pasiones, sino que las educa, otorgándoles medida y dirección.
    En el pensamiento estoico, la virtud implica vivir de acuerdo con el logos universal, aceptando el orden de las cosas y ejercitando el dominio de sí. Séneca consideraba que el sabio es “libre en medio de sus cadenas”, porque ha conquistado el gobierno interior.
    Así entendida, la virtud es la pedagogía del tiempo interior: enseña a transformar la impaciencia en constancia, la reacción en deliberación y la urgencia en propósito.
    Desde una perspectiva contemporánea, esta idea tiene resonancia ética y política. La virtud reintroduce la profundidad en un mundo saturado de estímulos, y restituye al sujeto su capacidad de actuar con sentido. Sin virtud, el ser humano se disuelve en la velocidad del sistema; con ella, recupera la libertad de obrar conforme a la verdad.

    IV. El itinerario ético: de reacción al sentido:
    Superar la inmediatez no significa negar el presente, sino ensancharlo. El desafío ético consiste en recuperar el dominio del tiempo subjetivo, aquel que permite meditar, elegir y perseverar.
    La virtud cumple aquí un papel mediador: reconcilia el ritmo interior con la exigencia exterior.
    El hombre inmediato que puede ser “Usted” vive reaccionando; el virtuoso actúa deliberadamente. El primero busca estímulo; el segundo busca sentido. En esa diferencia se juega el destino moral de la persona. La felicidad duradera no es producto de una sucesión de momentos intensos, sino el resultado de una existencia integrada y coherente.
    Como señaló Viktor Frankl, “la felicidad no se persigue, sobreviene como consecuencia de una vida con sentido” (El hombre en busca de sentido, 1946). Por tanto, solo quien domina su tiempo interior puede acceder a una felicidad estable, porque ha aprendido a dirigir su existencia más allá de los impulsos momentáneos.
    Finalmente concluyo que la inmediatez es la forma contemporánea de alienación: roba al ser humano su profundidad, su paciencia y su capacidad de construir. “Superarla exige un renacimiento del tiempo interior”, una recuperación de la razón práctica y de la virtud como núcleo del carácter.
    La felicidad no puede florecer en el terreno árido del instante. Requiere raíces: la perseverancia, la reflexión y el ejercicio del bien. La virtud, en este contexto, no es un lujo moral, sino la condición misma de la libertad.
    Así, superar la inmediatez no significa abandonar la modernidad, sino reconciliarla con la sabiduría del límite y la medida, recordando que la plenitud humana no se alcanza corriendo hacia adelante, sino habitando con ella.

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