En el vertiginoso estilo de vida actual, sobresaturado de información, hiperconectado y competitivo, la búsqueda de la felicidad puede convertirse en un verdadero reto. Con frecuencia nos encontramos confundidos, tanto al intentar comprenderla como al preguntarnos cómo alcanzarla.
A veces se nos presenta esquiva, en otras ocasiones llega sin aviso, lo que aumenta la incertidumbre. Nos cuestionamos si la felicidad es un objetivo o un bien, si basta con aceptarla en lo que tenemos o si requiere trabajo y esfuerzo para ser alcanzada.
¿Se encuentra en lo material o en lo inmaterial? ¿Es resultado o proceso? ¿Es distinta de la alegría? ¿Se opone a la tristeza? Con estas dudas ha convivido siempre el ser humano. Los antiguos filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles también se enfrentaron a ellas, y pensadores contemporáneos como Ayllón y Yepes las retoman para ofrecernos claves actuales que nos ayuden a comprender la felicidad.
Reflexionar sobre conceptos como eudaimonía, ataraxia, virtud, la vida como tarea y el sentido de la vida. Son herramientas que iluminan este camino y permiten obtener orientación y consuelo, especialmente en tiempos de crisis existencial que, de una u otra forma, todos atravesamos.
Desde Aristóteles, la felicidad se concibe como el fin último de la vida humana, alcanzable mediante la virtud y la excelencia moral. Platón la eleva a bien supremo, lograble con justicia y armonía interior, que consiste en equilibrar la parte racional, la parte impulsiva y la parte deseante del alma. Aristóteles lo resume de manera precisa: la felicidad es el bien supremo que se busca por sí mismo. Bajo esta mirada, la búsqueda de la felicidad no es un estado pasajero ni puede depender de placeres momentáneos, sino de un esfuerzo constante de desarrollo personal. Aquí se abre paso la noción de eudaimonía.
Aristóteles explica que la eudaimonía, entendida como plenitud o florecimiento humano, es el fin último de la existencia. No se trata de acumular placeres efímeros, sino de vivir conforme a valores, virtudes y un comportamiento ético basado en justicia, valentía y templanza. Esta plenitud se cultiva a través de hábitos de excelencia moral, pero también gracias a las virtudes intelectuales o dianoéticas: la sabiduría, la ciencia y la prudencia, adquiridas mediante la educación. La verdadera felicidad, entonces, exige ejercitar nuestras capacidades morales e intelectuales, comprender racionalmente en qué consiste la eudaimonía y, sobre todo, elegir vivir de acuerdo con ella. Renunciar a la gratificación inmediata y optar por hábitos virtuosos es un acto de libertad que ofrece plenitud. En una sociedad marcada por la inmediatez, este ideal se convierte en un antídoto frente al vacío existencial que deja la búsqueda constate de placer fugaz y sin propósito, como ese que genera un “like” en la red social favorita.
Epicuro y los estoicos, por su parte, proponen otro enfoque: la ataraxia. Para Epicuro, la felicidad radica en la tranquilidad del ánimo y la ausencia de dolor. El placer más duradero no es físico, sino mental, pues está menos expuesto a perturbaciones. Así, la paz interior y la armonía con la naturaleza se vuelven suficientes para la felicidad. Sin embargo, Yepes advierte que esta concepción puede derivar en un pesimismo radical, donde aceptar el destino tal como se presenta se confunde con renunciar a todo deseo. Es verdad que esta fortaleza ayuda en la pérdida, el duelo o la crisis, pero la visión aristotélica parece más equilibrada, al reconocer que también se necesitan bienes externos —como la amistad o los recursos materiales —cuya disponibilidad no depende enteramente de nosotros, sino en parte del azar.
Vista como un fin último, la felicidad también puede ser vista como una tarea. Yepes propone ver la vida como la tarea de alcanzar la felicidad, como un proyecto que exige esfuerzo, libertad y compromiso. La adquisición de virtudes es un trabajo deliberado, planificado y perseverante, algo nuevo y desafiante que no se domina de antemano, y que requiere la práctica de los buenos hábitos. La vida como tarea implica ilusión, riesgos, ayuda inicial y repercusiones en otros, pero que se premia con la obtención de la plenitud. Aquí se revela su dimensión ética y comunitaria. Un ejemplo puede hallarse en quienes se comprometen con causas sociales, como acompañar a niños hospitalizados. Ese esfuerzo no solo proporciona satisfacción a quienes reciben la ayuda, sino también a quien la brinda, permitiéndoles experimentar la plenitud por haber ejercitado la virtud.
Preguntarse por la vida como tarea conduce directamente a reflexionar sobre el sentido de la vida. Según Yepes, la vida tiene sentido cuando tenemos una tarea que cumplir en ella, lo que permite configurar un proyecto existencial. Sin sentido es fácil caer en la desorientación y el vacío. Aunque no es equivalente a la felicidad, el sentido es condición necesaria para alcanzarla. Ayllón añade que, si bien felicidad y sentido están por encima del bienestar, este último sigue siendo indispensable porque satisface las necesidades básicas que habilitan la búsqueda de plenitud. El esfuerzo en los estudios para obtener un título profesional es un ejemplo claro: mejora los ingresos, pero sobre todo otorga satisfacción y realización personal.
Sócrates, Platón y Aristóteles coincidieron en que la virtud es inseparable de la felicidad. Sócrates la vincula al autoconocimiento, piedra angular de la inteligencia emocional. Platón, en coherencia, plantea que la armonía del alma y la justicia son esenciales para alcanzar la eudaimonía. Aristóteles refuerza la importancia de la educación como guía de los sentimientos, ya que sin ellos la razón se ve debilitada frente a los impulsos. De este modo, la formación del carácter y la orientación del deseo hacia el bien resultan indispensables, pues la ignorancia, como él mismo subrayaba, es la raíz de todos los males.
De esta manera, la filosofía antigua y las interpretaciones de Yepes y Ayllón nos enseñan que la felicidad no es un simple estado emocional, sino una condición de plenitud que requiere virtud, autoconocimiento, serenidad y compromiso. Entenderla como tarea, fin último y búsqueda constante da sentido a la vida y se transforma en una herramienta para enfrentar el sufrimiento y la incertidumbre. También ofrece propósito y dirección frente a obstáculos, tentaciones y distracciones. En momentos de crisis existencial, estos conceptos se convierten en recursos prácticos que ayudan a evaluar en qué punto estamos en relación con la felicidad, qué hábitos es preciso abandonar y cuáles incorporar. Virtudes como la templanza y la prudencia permiten despejar el panorama cuando parece nublado.
Este análisis nos muestra que la felicidad no es un espejismo, sino un camino concreto que exige proyecto, esfuerzo y coherencia. Al mismo tiempo nos conecta con la comunidad y con nuestra naturaleza profundamente gregaria, recordándonos que la plenitud personal está siempre ligada a la ayuda y encuentro con los otros.
