Hace algunos días, mientras “el cadete” se alistaba para su recogida franco, al tiempo que practicaba el himno del glorioso Regimiento Buin, surgió la pregunta respecto de cuál era el himno que más me gustaba. Difícil pregunta para quién estuvo tantos años en servicio activo; se siente cariño hacia muchas unidades. Sin embargo, después de algunos segundos, surge una espontánea respuesta. ¡El himno del Rancagua! Pero, agregué inmediatamente, hay una marcha muy bonita que cada vez que la escucho me provoca una emoción especial. Me refiero a Penachos Rojos.
Esta marcial pieza musical, marcha-canción, como se describe institucionalmente, fue compuesta por el destacado músico militar, Sub Oficial Mayor de Ejército Adriano Reyes Fuentes, el año 1939, y sigue siendo hasta hoy una de las marchas más distintivas de la Banda de la Escuela Militar junto con la clásica marcha Radetzky.
Pero, no solo la calidad musical de esta marcial marcha —hecha en Chile— ni la característica letra de su canción, incorporada a comienzos de los 90, es la que genera esa particular emoción; sino más bien, lo que esta marcha representa en la experiencia personal como alumno de la Escuela Militar.
A la mente vienen en forma inmediata los recuerdos, vivencias y aprendizajes, propios del proceso de formación como oficial de ejército, el mismo proceso que hoy están viviendo los actuales cadetes de la Escuela Militar, dragoneantes en la Escuela de Suboficiales y el mismo proceso que hoy también viven miles de jóvenes a lo largo y ancho de nuestro país; hombres y mujeres que año a año ingresan al Ejército para cumplir con su servicio militar.
Es esa etapa de la vida en la que uno —siendo muy joven— se transforma de civil en militar, en la que adquiere conocimientos, valores, habilidades y destrezas intelectuales, físicas y morales que hasta ese momento únicamente era posible encontrar en la imaginación juvenil, estimulada por historias familiares, un buen libro o, quizás, una excitante película bélica. Esas nuevas competencias profesionales serán las primeras herramientas que poco a poco irán cargando la gran mochila del saber.
Es también la etapa en que se conoce y comparte con cientos de jóvenes, quienes llegan ansiosos y dispuestos a cumplir los mismos anhelos, ilusiones y proyectos que los propios y de donde surgen sólidos lazos de amistad, muchos de los cuales se mantendrán de por vida; además, el momento de conocer a decenas de brillantes comandantes e instructores, quienes ya con vasta experiencia a su haber, son los artífices de esa esperada transformación y en quienes cada uno de los futuros soldados se refleja y proyecta. En definitiva, los modelos a seguir.
Pero ¿qué hace que un joven, a temprana edad, muchas veces desconociendo aspectos fundamentales de la profesión militar, quiera ser militar?
La primera respuesta será normalmente: es vocación, pero vocación con apellido porque es vocación de servicio. En efecto, la profesión militar es una profesión eminentemente vocacional y de servicio, ni más ni menos que a la patria. Y, en tanto a vocación de servicio, no puede, sino tener carácter voluntario. Una vocación —o llamado—, como se define etimológicamente que demanda el mayor de los sacrificios, tal como lo plantea el juramento a la bandera: hasta rendir la vida si fuese necesario.
Esa vocación, sobre la cual difícilmente a esa edad se podría responder con cierto nivel de seguridad, si es que está estimulada por el servicio a la patria o que nace de la tradición familiar o porque lo considera una aventura imperdible o es más bien alimentada por la búsqueda de un sustento económico con cierta estabilidad o, definitivamente, porque espera ser quien, tras cumplir con las máximas exigencias que la carrera le puede plantear, pretenda conducir los destinos de la institución castrense.
Esa misma vocación que lleva a los militares a transformarse, no solo en buenos comandantes, instructores o administradores, sino también a desarrollar competencias, habilidades y destrezas para cumplir con una diversidad de tareas, en un amplio espectro de posibilidades que van desde el ámbito netamente militar, al académico, diplomático, social, cultural, deportivo, y un largo etcétera.
Esa misma vocación que implica compartir los logros, pero también los sacrificios y renuncias con la familia, generando un impacto que, muchas veces, no encuentra recompensa alguna.
Es esa misma vocación la que permite avanzar —al igual que en el maratón— a un ritmo sostenido, a pesar de los muchos obstáculos y dificultades que se enfrentan en una carrera de largo aliento, para obtener el mejor premio: la satisfacción del deber cumplido.
Esa misma vocación que forjada al alero de buenos comandantes/líderes se puede transformar en una verdadera pasión, e incluso en un estilo de vida, haciendo realidad el antiguo refrán atribuido al gran filósofo chino Confucio: “elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”.
Es de esperar que nuestra sociedad, que está en permanente evolución y sometida a distintas presiones contextuales, siga generando jóvenes con valores y principios que permitan que se activen estas vocaciones de servicio y podamos seguir vibrando al ritmo marcial de Penachos Rojos.
Fuente de la imagen: Escuela Militar.
General de División (R) Académico, consultor y autor en temas de seguridad y defensa, pensamiento estratégico y liderazgo. Excomandante del Regimiento Reforzado No 4 “Rancagua”
Realmente las marchas militares, a los que vibramos con el Ejército, nos evocan sentimientos indescriptibles.
En lo personal, “Honores a Palena” me recuerda mi entrega de espadines y egreso, más me gusta cuando suena con los clarines de la Banda de Guerra (sin haberlo sido).
Haber lúcido con orgullo el uniforme de parada con el penacho rojo y formar parte de la Banda de Guerra de la Escuela Militar de Chile es un honor que marca la vida de quienes lo vivimos. No solo se trata de un atuendo, sino de una representación de valores, disciplina y compromiso con la patria.
Un símbolo de tradición y marcialidad
El uniforme de parada, con su casco prusiano y penacho rojo, es un ícono de la Escuela Militar.
Su origen se remonta a la época prusiana, cuando el ejército chileno adoptó este estilo como símbolo de marcialidad y disciplina. El penacho rojo, en particular, representa la sangre derramada por los héroes de la patria en el campo de batalla.
La Banda de Guerra, con sus tambores, cornetas y clarines, es el alma musical de la Escuela Militar. Sus integrantes tienen la responsabilidad de animar las ceremonias y desfiles, marcando el paso con sus marchas y ritmos marciales.
Para quienes tuvimos el privilegio de vestir el uniforme de parada y formar parte de la Banda de Guerra, la experiencia va más allá de lo estético o musical. Se trata de un proceso de formación personal y profesional que inculca valores como el compañerismo, la responsabilidad, el respeto y el amor a la patria.
El sentimiento de orgullo por haber formado parte de la Banda de Guerra de la Escuela Militar de Chile es algo que perdura toda la vida. Es un recuerdo imborrable que marca a quienes lo vivimos, uniéndolos en un sentimiento de camaradería y pertenencia a una institución histórica y prestigiosa.
Ser parte de la Banda de Guerra es más que tocar un instrumento o marchar al compás de un tambor. Es ser parte de una tradición, representar valores y llevar en el corazón el orgullo de haber vestido el uniforme de parada con el penacho rojo.