13 de Octubre de 2025

Más allá del horizonte: Cuando la visión encuentra su rumbo

 

El viento me cortaba la cara mientras el mar rugía bajo la cofa del mástil mayor. Llevábamos más de dos meses navegando desde Palos, y el cansancio pesaba como plomo. El escorbuto nos consumía: encías sangrantes, piernas hinchadas, piel manchada. Aun así, subía cada día. Allá arriba, en mi soledad, el dolor parecía menos real. Solo el cielo, el mar… y la esperanza.

El capitán —ese hombre de mirada encendida— decía que el oeste escondía una nueva ruta a las Indias. Muchos lo creían loco. Pero su fe era contagiosa, casi peligrosa. En medio de la duda y el hambre, su visión era la única brújula que nos quedaba.

Esa madrugada, el horizonte cambió. Algo distinto flotaba en la línea azul. No era ola ni nube. Era firme, inmóvil, imposible. Parpadeé, recé, miré otra vez… y la vi.

“¡Tierra!”, grité con la voz rota por el viento. Desde la cofa de La Pinta vi lo que todos soñaban y nadie se atrevía a creer. No eran las Indias que buscaba Colón, pero sí el inicio de otro mundo. Yo era solo un marinero enfermo y cansado, pero compartía la misma visión. Mi nombre es Rodrigo de Triana, y ese amanecer, vi el fin del mar.

Este relato ficticio, que pudo haber tenido lugar el 12 de octubre de 1492, conmemora mucho más que el descubrimiento de un continente. Celebra la fuerza de voluntad que impulsa a ciertos seres humanos —exploradores, soñadores, visionarios— a aventurarse hacia lo desconocido armados solo con valor, fe y esperanza.

Pensar en ese viaje en su tiempo era casi ciencia ficción: tres pequeñas carabelas lanzadas al abismo de un mar sin fin, guiadas por la convicción de un hombre que veía más allá del horizonte. Lo que para muchos era locura, para Colón era destino. Y, en cierto modo, esa misma locura habita hoy en quienes diseñan naves para viajar a Marte, carabelas de metal que buscan nuevos horizontes en el vasto océano del cosmos.

Toda gran empresa humana —y las pequeñas también— nacen así. De una visión que al principio parece absurda, de una idea que pocos comprenden pero que logra encender el fuego en algunos. De un propósito definido con un: ¿por qué?. A veces los mueve la promesa de gloria o riqueza; otras, simplemente el deseo profundo de aventurarse más allá de los límites. Así nacen también los emprendimientos: pequeñas carabelas que se lanzan a un océano incierto con más sueños que recursos, pero con la misma determinación de los grandes navegantes. Porque toda travesía —sea una expedición o un negocio— comienza con alguien que se atreve a creer que sí es posible llegar a tierra.

Y ahí entra el talento, ese don humano que transforma la visión en realidad. El por qué en un cómo. Porque la voluntad impulsa, la visión orienta, pero el talento ejecuta. Es el puente entre el sueño y la obra. Ningún visionario o emprendedor cambia el mundo sin un equipo de talentosos que crean, construyan y mejoren lo imposible.

Conociendo mi ¿por qué?, entendiendo mi contexto y sabiendo hacia dónde quiero llegar, el camino se aclara. Aparece la ruta, la brecha que debo superar, el mar que tengo que navegar. Y como todo desafío puede parecer inalcanzable, lo divido en partes… como decía Jack, en el Londres de 1888.

Cada parte me permite abordarla con mayor claridad. A cada una la describo con un ¿cómo?, y habrá tantos ¿cómo? como partes existan respondiendo al ¿para qué?. Así el plan se arma, paso a paso, hasta tomar forma.

Sin embargo, un plan por sí solo nunca está completo. Siempre necesitaremos de una “Reina Isabel La Católica”, esa persona que cree en nosotros, cuando nosotros mismos dudamos. Todos la tenemos —o lo tenemos—: un mentor, un profesor, una fundación, un familiar, un amigo. Alguien que desde las sombras nos guía sin esperar nada, y que nos entrega el recurso más valioso: la experiencia y el conocimiento.

De ellos aprendemos a gatear antes de caminar, a caminar antes de correr.

En el fondo, no se trata de descubrir un nuevo continente o de encontrar un “unicornio” empresarial. Se trata de aprovechar esos pocos momentos al día en que el ser humano tiene tiempo —y ganas— de pensar. De subirse a la cofa del mástil y mirar hacia adelante. De reconocer dónde estoy parado y trazar el camino hacia el nuevo destino.

El viaje será difícil, complejo, lleno de incertidumbre. Pero si eres de los pocos afortunados que llegan a tierra, sentirás que todo valió la pena. Y si no lo logras, siempre podrás volver a subir al mástil al día siguiente, mirar el horizonte, buscar un nuevo rumbo y volver a intentarlo.

Porque mientras exista quien se atreva a mirar más allá, a soñar y a navegar hacia lo desconocido, siempre habrá alguien que, como Rodrigo de Triana, grite con esperanza:

“¡Tierra a la vista!”

Fernando Silva Ramírez

Amante de mi familia, estoico en formación y convencido de cambiar el mundo formando mejores lideres en las nuevas generaciones.

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