1 de Julio de 2025

¿Cuál eres tú?

A todos nos ha pasado: la vida nos ha hecho convivir con personas de distintas personalidades. Algunos carecen de habilidades blandas, otros las tienen en exceso, pero no resuelven, y hay quienes simplemente se mantienen al margen de todo, incluso cuando se trata de responsabilidades que les corresponden.

Con el tiempo, aprendemos a convivir con ellos, muchas veces por jerarquía o porque los consideramos casos perdidos. O porque sabemos que no todos los jefes serán líderes, y no todos los líderes llegarán a ser jefes. Hay jefaturas que se soportan, no porque motiven, sino porque duran poco.

Por ejemplo, tengo un amigo que, cada vez que llega a un nuevo trabajo, no parte por aprender su tarea. Lo primero que hace es memorizar los nombres de pila de su equipo. Los va conociendo poco a poco: les hace preguntas cotidianas en los pasillos, los escucha reír, observa sus gestos, sus respuestas, sus miradas. Así, lentamente, se convierte en parte del grupo. Con el tiempo, sabe cuándo algo no anda bien, incluso sin que se lo digan. Se ríe con ellos, no de ellos. Recuerda sus años en grados más bajos, y evita replicar aquello que no le gustaba. Su objetivo no es sólo que se cumpla la tarea, sino que su gente sea feliz haciéndola.

En cambio, tengo otro amigo que, al asumir un nuevo cargo, comienza por llamar uno a uno a sus subordinados. Los interroga tras su escritorio, mostrándoles sus logros enmarcados y sus trofeos brillando bajo las luces del techo. Los llama por el apellido porque, según él, “es más formal”. Les pregunta por sus expectativas, aunque ellos no saben todavía a qué se enfrentarán bajo su mando. Luego, los reúne a todos para repetir sus éxitos, idiomas, viajes, comisiones, desafíos superados. Si un niño lo escuchara, creería estar ante un superhéroe. Pero aquí no trabajamos con niños.

Este último amigo necesita controlarlo todo. Cualquier situación que se le escape, por pequeña que sea, se vuelve un escándalo. Sermonea a todos si uno comete un error y aunque no todos tengan la culpa, aun si el error era mínimo. Se enfoca en el problema, no en la solución. Cree que lo atacan, desconfía del entorno, aunque dice que todo lo hace “por el bien del equipo”. Pero ese equipo no existe por voluntad propia: obedece por obligación. Nadie lo recibe con afecto. Se le acepta porque se debe, no porque se quiera. El trabajo se realiza igual, pero con gusto amargo. Se hace por costumbre, por deber. No por compromiso, ni por orgullo, y mucho menos por cariño.

Qué difícil es no parecerse a uno o al otro. Qué difícil es encontrar el punto justo entre la cercanía y la autoridad, sin que nadie nos haya enseñado cómo hacerlo. Todos aprendimos observando. Desde pequeños, miramos a nuestros superiores y guardamos en nuestra mochila lo que nos parecía correcto, dejando fuera lo que no. Mezclamos los principios de casa con las experiencias del camino. Saber qué conservar y qué desechar no es fácil, pero —intuitivamente— lo sabemos.

Una vez, un subordinado me dijo:

“No importa cuánto trabajo tenga, o si debo quedarme hasta las 3 de la mañana toda la semana. Si soy feliz en mi trabajo, puedo hacer cualquier cosa.”

Nunca olvidé esa frase. Porque es cierta. No importan los cargos ni las horas. Si hay felicidad, todo se vuelve más liviano. ¿No les pasa que, en un equipo donde hay sonrisas y buen ambiente, incluso las tareas más pesadas se hacen llevaderas? Así se debería trabajar. Así vale la pena. Sabiendo que, si alguno comete algún error, no estaremos todos sermoneados durante varios minutos en esa oficina, escuchando frases que sabemos de memoria.

Ahora bien, hay otras variables. ¿Cuántas veces llegamos a un nuevo lugar donde el jefe anterior era muy querido y la gente se resiste al cambio? ¡Muchísimas! Pero ahí, ser parte del equipo vale el doble. Y al revés: ¿Cuántas veces, después de años, nos llaman para que volvamos a un lugar donde dejamos huella? Eso no ocurre por azar. Es porque hicimos algo bien. Porque construimos algo en conjunto, algo que de verdad valió la pena.

Pero hay quienes, pese al tiempo, no aprenden. Siguen interrogando tras el escritorio, repitiendo sus logros, queriendo hacer creer que lo hacen para el bien de todos, o que ellos nos salvaron de un problema mayor, que, en realidad, nunca hubo alguno más que en sus cabezas atoradas y dramáticas. En el fondo, solo se están buscando destacar por sobre el equipo. Necesitan controlarlo todo, que les digan que se hizo y que no se hizo, que no se mueva un papel sin que el sepa. Que nadie le entregue un documento al jefe superior si no es él en persona. No confían en su gente, y quizá tampoco en sí mismos. Sí, se quedan en la mente de las personas… pero no para bien. No dejan legado: dejan heridas.

Y no podemos permitir eso. Debemos construir liderazgos que no se basen en el miedo, ni en la sumisión, ni en el silencio de quienes no se atreven a levantar la voz por temor a represalias. Un mando que no es parte del equipo no es mando: es sólo jefe. Y jefes hay en todos lados. Mandos, no.

Debemos encontrar el equilibrio. Ser exigentes sin dejar de ser justos. Ser firmes sin dejar de ser humanos. Si queremos que nos sigan, primero debemos ser parte del mismo equipo.

Entonces, te lo pregunto sinceramente:

¿Cuál de los dos eres tú?

Margarita Japelj Vogler

Esposa y mamá de dos gatos. Militar. Oriunda de Osorno. Estudiante de Psicología. Feliz de trabajar actualmente en recursos humanos.

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